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domingo, 11 de octubre de 2009

EL SUICIDIO EN LAS “ DELICIAS “





En 1983 Jorge Luis Borges publicó en el diario La Nación de Buenos Aires un cuento titulado con una fecha, a la manera del poema que dedicó al suicidio de su amigo el poeta López Merino, Agosto, 25, 1983, en el que alude a ese proyecto de suicidio del día después de sus treinta y cinco años. El texto fue escrito posiblemente en 1976, meses después de la muerte de Madre y permaneció inédito hasta entonces.
Como cada vez que Borges quiere revelar un secreto que lo tortura crea una escenografía literaria en la que el Borges que escribe puede entablar un encuentro y un diálogo con el Borges del ayer, el que protagonizó ese acto que tiene que exorcizar. En su cuento El otro, de El libro de arena (1975) Borges había imaginado un onírico encuentro en 1969 con el Georgie ginebrino y en el diálogo con su joven doble Borges habló por fin del guardado «secreto» de la plaza Dufour. Esta vez es un Borges anciano el que sueña un encuentro con su doble, veinte años menor, en la habitación del ya derruido Hotel Las Delicias de Adrogué donde se iba a consumar el frustrado suicidio. Quizás para aliviar la soledad «hopperiana» de ese cuarto de hotel Borges pergeña el imposible diálogo que es en realidad el monólogo del que quiere desprenderse de un recuerdo obsesivo. Pero el pudor borgiano envuelve siempre la autobiografía en una nube espesa, se quieren dar las pistas pero a la vez juguetonamente se quiere también engañar al biógrafo y se equivocan las fechas o se manipulan los datos. Igual que en los sueños la realidad borgiana no duda en recurrir al anacronismo y un Borges de 1960 utiliza pluma y tintero para apuntar su nombre, a la manera inglesa, en el registro del hotel. Pero cuando intenta hacerlo ve que su nombre está ya escrito en él y además que la tinta está fresca. El Jorge Luis Borges de 1983 se le ha anticipado y ya está arriba, en la habitación 19 del segundo piso del Hotel Las Delicias, esperándolo. Cuando tras empujar la puerta lo reconoce, sentado de espaldas en la angosta cama de hierro «más viejo, enflaquecido y muy pálido» su doble ya había vaciado el frasco que seguía sobre el mármol de la mesilla de luz. Los dos soñaban, pero para uno de los dos era su último sueño. Los dos acababan de cumplir años, uno 61 y el otro 84, y al percatarse de lo que había pasado en ese cuarto el primero murmuró: «Tantos años habrá que esperar». Y enseguida agrega: «Sabía que esto iba a ocurrir. Aquí mismo hace años, en una de las piezas de abajo, iniciamos el borrador de la historia de este suicidio».
Y entonces la memoria plural de los dos Borges que se sueñan reconstruye la historia de 1934: «Yo había sacado un billete de ida para Adrogué, y ya en el Hotel Las Delicias había subido a la pieza 19, la más apartada de todas. Ahí me había suicidado». Pero a la vez el mayor de los dos está anunciándole al menor y a todos los que puedan leer ese cuento el domingo 27 de marzo en La Nación que al día siguiente de cumplir los 84 años Borges va a tomarse todo el contenido de ese frasco y se sentará en la cama de su madre en su apartamento de la calle Maipú a esperar la muerte.
Cuando el menor pregunta qué le espera en el tránsito hasta llegar a ser el otro, el mayor le responde con cierta piedad: «¿Qué puedo decirte, pobre Borges? Se repetirán las desdichas a que ya estás acostumbrado. Quedarás solo en esta casa. Tocarás los libros sin letras y el medallón de Swedenborg y la bandeja de madera con la Cruz Federal. La ceguera no es la tiniebla; es una forma de la soledad. Volverás a Islandia».
La «pereza y la cobardía» dijo Borges, cuando le preguntaron por qué no ejecutó ese 25 de agosto de 1983 lo que había anunciado en su cuento, lo impidieron. La «pereza y la cobardía» habríanse juntado con la certidumbre de que el valor para proyectarlo y ejecutar todos los pasos menos el indefectible del final, era suficiente, y también había abortado ese intento del 34, cuando el día que cumplía los 35 años decidió suicidarse.
Algunas confidencias y alusiones del propio Borges indican a creer que ese día de invierno porteño compró un revólver, en una armería de la avenida Entre Ríos, y una novela de Ellery Queen que ya había leído: El misterio de la cruz egipcia. Con ellas se dirigió a la Estación Constitución, sacó un billete sólo de ida para el no muy lejano pueblo de Adrogué, y se subió a ese tren que él veía esa vez como un tren sin retorno. Vio en el reloj de la pequeña estación que eran «las once de la noche pasadas» y fue caminando hasta el hotel, sintiendo, «como otras veces, la resignación y el alivio que nos infunden los lugares conocidos». Pidió la habitación 19 que «daba a un pobre patio desmantelado en la que había una baranda y, lo recuerdo, un banco de plaza». Y después se preparó para ejecutar el mismo ritual, ante el espejo que reflejaba su cara de hombre que había llegado ya a la mitad del tradicional camino de la vida, que Panchito López Merino había representado con valor. No sabemos si Borges llegó a apoyar el frío cañón sobre la sien y contempló esa imagen en el cristal. Sólo nos consta que no esperó el estampido, concentrándose en el ínfimo músculo del índice que al presionar sobre el gatillo hubiera acabado con él.
Hubo un momento en la interminable vigilia o en el desbocado curso del sueño en el que Borges pensó que el hombre que había podido dar todos los pasos que él había dado era capaz de dar también el último. Y que el hecho de sentirse capaz de hacerlo reconfortaba tanto su atormentado espíritu que ya no era necesario consumarlo. El Borges impaciente de Adrogué que volvió en otro tren a la estación Constitución y a aquel ático piso de Pueyrredón y Las Heras desde el que se presentía esa ciudad de los muertos de la Recoleta.
Pero en su memoria quedó grabada esa escena creada por su impaciencia, y el tiempo la fue modelando de manera que el recuerdo se fuera convirtiendo en una materia ambigua, en algo que pudo haber sido realidad o que pudo haber sido sólo una pesadilla.