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martes, 16 de noviembre de 2010


LOS ANTIGUOS DUENDES DE ADROGUÉ

Aunque haya quien lo dude, yo sé, desde hace tiempo, de la existencia de duendes que habitan en las viejas verjas de Adrogué.

Hoy por hoy, éstos arrugados y pintorescos señores (otrora cómplices de amores de galanterías y enaguas) aún creen en el anarquismo y lo cultivan como a las telarañas que decoran sus ámbitos.

Se asemejan a pequeños fantasmas medio enmohecidos, empolvados con yeso desconchado y vestidos de hojarasca.

Al crepúsculo, cuando la herrumbre del sol moribundo se filtra desganadamente por las copas de los enormes eucaliptus, o en los días perezosamente débiles y melancólicos del invierno, deslizan sus pasos envueltos en botitas de hojas verdes y su cáustico humor, por los claroscuros de las despintadas galerías, por la quietud del jardín abandonado, por las glorietas, por los peldaños de màrmol de las escaleras.

Esperan cosas imposibles: que un sonido de tranvìa traiga a un Jaimito Piescuadrados vendedor de velas de sebo que muriò hace años, que un almanaque de 1920 les diga el dìa de hoy, que alguien les cuente acerca del celoso de apellido Gallego que baleó a Gardel privándonos, casi, de su canto, que un emperifoyado cajetilla llegue a contar la última funciòn de los Podestá o Elìas Alippi, que los Borges jueguen como cada noche a perderse por las calles que dan hacia José Mármol.

Descorren el velo de las mañanas, asomando la cabeza con sombrero y peinados con fijador. Botines de hojas de parra clorofilados o charolados, en los pies, y bigotes a lo Clark Gable.

Son lánguidos, abrumadoramente lánguidos, como un tango de madrugada, abierto cual flor pronta a secarse.

Tienen oidos muy musicales, y ensayan orquestaciones con arreglos de murmullos de soplos, tintineos de lluvia, cantos de grillos y susurros de medianoche; entremezclando a Mozart y Bach con Arolas o Villoldo, según quien lleve la batuta.

Ya no saltan, inquietos, como todos los gnomos; dejan correr las vanas siestas jugando interminables partidas de damas, mus, o dominó, y de vez en cuando un póker, pero ociosamente, no prestan atención al juego, que es en ellos menos una distracción que un rito cotidiano.

Alguno sueña con el amor de Pola Negri, o vestido de boina blanca, pañuelo con iniciales bordadas y un malvón en la oreja, amenaza con ir a un peringundín de Barceló, a Armenonville o al Palé de Glas imaginando que baila como el Cachafaz o que tiene la pinta de Alberto Ballarini el Narciso, aunque no sea más bello que un Killmoulis recién despierto.

Escondidos entre las ligustrinas se dedican al chismerío.

Habladurías que ya no molestan a nadie, porque hablan de personajes que habitaron el lugar muchos decenios atrás, pero su senilidad les impide saberlo.

No han tomado conciencia del avance del calendario.

Silenciosos, cumplen la rutina eterna del paseo, del juego de cartas, del chismorreo intrascendente, sólo quebrado de tanto en tanto por una tos indiscreta, o un ahogado quejido a causa de un molesto achaque.

Entablan a coro, a veces, tontas disputas por cosas baladíes: que Alumni será campeón en desmedro de Estudiantil Porteño, que Jean Harlow es màs atractiva que Mae West, que Buster Keaton es mejor Charles Chaplin, que el salón La Cavour supera a Hansen, que Fatty Arbuckle no tuvo la culpa de aquella noche, que quién ha ganado màs a los naipes, pero lo hacen por ahuyentar la monotonía.

Han entablado tantas innumerables controversias durante incontables otoños que ya han desbaratado al derecho y al revés, cada rencilla.

En carnaval se desatan: hacen serpentinas de hojas de eucalipto, papel picado de helechos, agua perfumada de llovizna y nèctar de jazmín, e intentan una murga.

Se suben a los haces de luz, abigarrándose de colores de las flores de estación.

Ensayan periódicos cánticos con rimas bochornosas, y beben hasta hartarse licor hecho de polen.
Acaban, borrachos, dormidos con gotas de rocío por almohadas, con la nariz enrojecida, despeinados, sonriendo satisfechos y oliendo a alcohol y felicidad.

Se aburren a más no poder el resto del año, aunque son niños dispuestos al asombro, poetas del papel del alma dibujados con el lápiz de una mirada muy pura.

Pero el progreso los ha olvidado, y se han vuelto anacrónicos sin saberlo, ya que quien más quien menos, superan los cien años de existencia, y no hay motivos para asustarse con el Petiso Orejudo, encender la lámpara de carburo o kerosén, fumar cigarrillos Brasil, beber cerveza marca Chancho, o preguntar insistentemente porqué no ejecutaron a Gavrilo Princip.

Se cansan al menor esfuerzo y pagan tributo a la vida disipada de juventud.

En aquellos días de comienzos del siglo anterior era posible verlos fumando interminables habanos, equivalentes a su estatura; enamorando a cualquier hada noctámbula con soberbias galanterías; correteando sobre el brillo evanescente de los adoquines, esquivando los coches de la época o bailando tangos bajo el farol de la esquina, en traviesas excursiones, con alguna diosa bella y libertina.

Ahora, el lento transcurrir de las horas parece un monótono badajo de sordo ruido.

Salvo en la citada ocasión del carnaval, beben solamente jugo de compota y comen pétalos de rosa, y cuando éstas escasean, parecen faquires, pues cualquier otro alimento, les patea el hígado.

De vez en vez algunos niños descubren a éstos duendecillos medio sordos, cortos de vista y gruñones, entre las glicinas.

Ellos casi nunca se dan cuenta, pero si lo hacen, se sienten felices, ya que los adultos no tienen la facultad de verlos.

Sólo entonces dejan de hablar de Alem y Alcorta, y de leer Caras y Caretas.

Aunque haya quien lo dude, yo sé desde hace mucho tiempo, la existencia de duendes que habitan en las viejas verjas de Adrogué.

Pero cada vez hay menos:...el smog y la cumbia villera matan a uno de ellos todos los días...

Eduardo Paz ( vecino de Burzaco)

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